Contra el cúmulo de prejuicios que acumulaban las clases altas de estas olvidadas provincias de un imperio en declive. Contra las normas agobiantes de un catolicismo enraizado hasta la médula en una sociedad que veía con alarma toda señal de cambio. Pese a la resistencia de la familia de la novia, de una tradicional raigambre vasca, que no le temía ni un ápice al trabajo y que puesta a la tarea de hacerse la América, se la hizo nomás.
María Josefa Ezcurra era la mayor de sus muchos hermanos, entre ellos Encarnación, que luego sería esposa y operadora política -no pocas veces siniestra- de Juan Manuel de Rosas.
De adolescente era la niña de los ojos de esa familia próspera de comerciantes. Y apenas siendo una adolescente conoció al amor de su vida. El abogado Juan Manuel Belgrano ya había sido nombrado Secretario Perpetuo del Consulado de Comercio en Buenos Aires. Él había pasado apenas de treintena: era rubio, de piel clara, culto, de una exquisitez de modales esculpidos por la diplomacia y un roce internacional muy raros en los habitantes más bien toscos y rurales de estas tierras.
El flechazo fue inmediato y especialmente hirió a María. Ella lloró, rogó y pataleó para que sus padres aceptaran el romance, pero los Ezcurra recelaban de Belgrano por un antecedente algo oscuro de su padre. Y pusieron manos a la obra. Pronto extrajeron de su antiguas tierras a un también Ezcurra, a quien impusieron como esposo a la niña. El matrimonio fue un desastre pero al afortunado Ezcurra le fue estupendamente en sus negocios en el Río de la Plata.
La Revolución hizo añicos todo. Ezcurra retornó a España y María Josefa se negó a seguirlo. La guerra, no declarada, estalló. Pronto llegó la noticia de la muerte del marido de María Josefa. Se convirtió en la única heredera de una fortuna. Pero ante la sociedad quedó en una posición al menos incómoda: ni viuda desconsolada ni separada o abandonada. A María Josefa no le importó: había llegado la hora de imponer su deseo por encima de las normas y los sacrificios. Ella tomó sus bártulos y partió hacia el Norte, allí donde Belgrano, al mando del Ejército, mantenía intacto el suelo criollo.
Eso, supongo, habrá sido puro frenesí junto al ardor de las batallas. Y fruto de ese amor tuvieron un niño al que ninguno de los dos reconoció y que, ya de vuelta en Buenos Aires, ella dio en adopción a Encarnación y a Rosas. Al cumplir los 18, Rosas le develó la verdad al vástago, comenzando: “Su padre es un hombre mucho más grande que yo...”.
Después vienen los años siniestros de María Josefa: de ser la amante de un héroe a ser la colaboradora de un déspota ridículo y bestial. Con Encarnación se dedicaron a organizar a los criminales de La Mazorca. Pero dejemos que a esas sombras de tantísimo dolor se la lleve el polvo de la historia y quedémonos por un instante con la memoria de aquel ardor.
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