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      Cocinar para otros

      Hombre o mujer, lo mismo da. El valor de la ofrenda.

      Cocinar para otros¿Para quién? El fin y el sentido de sentarse con los demás y compartir lo creado. Foto: Unsplash

      Cocinar para otros es un arte difícil. Una generación atrás cualquiera habría afirmado que cocinar para otros era una cuestión de mujeres, al menos en términos generales. Hay una tentación en plantearlo así, que existe una contraposición masculino/femenino en el arte de cocinar para otros. Pero sería una manera triste de decirlo, además de estúpida, y yo lo quiero poner en términos de alegría. Que no es solo brasilera, ni sabe de géneros.

      Pero si me lo permite el desocupado lector, voy a partir de ese estereotipo. Para eso necesito que imaginen, cómo no, una revista de los años cincuenta del siglo pasado, ilustrando a todo color lo que afirmo: un ama de casa prepara la comida diaria para su esposo y cría; un cocinero (francés, por favor, con gorro) prepara un plato para su clientela glamorosa. Los dos en cocinas impolutas. Pero allí donde nos hacen ver el calor del hogar, en la otra viñeta vemos una escena de negocios. La conclusión burda es que la mujer cocina por amor y el hombre por intereses. No se engañen. Lo que importa, aun partiendo de esa imagen maniquea, es lo que se escamotea: qué hace el que cocina luego de cocinar. Esa es la clave.

      Y esa clave está en quien cocina para otros, pero se sienta a la mesa. Hombre o mujer, porque cocina para compartir. Por derecho propio, como demiurgo de la ceremonia. El que crea el mundo que se ofrece a los comensales, y participa al mismo tiempo de la creación y la consumación de lo creado.

      Una de las escenas mejores de la vida familiar es cuando se comparte la comida. Y pegada a ella, la cultura de la hospitalidad. La de recibir al extraño, al peregrino, y sentarlo a la mesa. No se trata solo de amabilidad social. Es la generosidad de compartir, de sentar al forastero y hacerlo sentir parte de la ceremonia dispuesta para todos.

      Por fortuna, es parte de nuestra cultura el invitar a comer. No son cenas protocolares, no hay etiqueta. Es signo de confianza, de abrir la puerta al invitado, que se sienta en la mesa de siempre, al amor del fuego y de la cocina familiar.

      A mí me gusta cuando emerge de la cocina el anfitrión, o levanta la vista de la parrilla para recibirnos. Hombre o mujer, lo mismo da. Ha estado preparando para nosotros la comida. Ha elegido el menú, lo ha mimado y cuidado, y viene con la fuente a nuestro encuentro, y se sienta entre todos. Nos da de comer lo que es de él, lo comparte con quienes ha invitado.

      El cocinar para otros tiene su fin y sentido en el acto de sentarse con los demás y compartir lo creado. Que incluye el cuidadoso y ponderado proceso de decidir el menú, el realizar la compra eligiendo con esmero los componentes y los ingredientes, el arte minucioso y paciente de cocinar. Cada uno de esos pasos íntimos, silenciosos, que terminan en el gesto de ofrecer lo hecho, tienen el valor de la ofrenda.

      Y por último, sentarse entre los demás para compartirlo. Pocas ceremonias más sencillas, más humanas, cotidianas y entrañables.


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      Miguel Gaya
      Miguel Gaya

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