Parados frente a una escultura, cada uno ve lo que quiere o puede ver. El Pensador que se erige sobre un pedestal en la Plaza Congreso, por ejemplo, es para algunos de los que solemos caminar por ahí mucho más que la estatua más famosa de Rodin. Hay quienes vemos también ahí, de espaldas al palacio legislativo, a su amante, a la alumna que perdió la cabeza por amor al maestro. Imposible no pensar en Camille Claudel, que pasó sus últimos 30 años sentada en el jardín de un manicomio esperando que él la fuera a buscar. Cuando murió la enterraron en una fosa sin nombre, y aguardó por décadas en el purgatorio del arte hasta que por fin su obra empezó a exhibirse en París, en un museo propio.
Frente a la Venus de Milo, en el Louvre, pasa algo parecido. La memoria puede tironearnos hasta un poema de Charles Baudelaire, donde un loco llora a los pies de la estatua pidiendo algo de clemencia. Tal vez, la mejor metáfora jamás escrita sobre la belleza inalcanzable.
Y ahora mismo, en la Acrópolis de Atenas y frente a seis monumentales columnas con forma de mujer, cada turista verá lo que quiera o pueda ver. El guía dirá con seguridad que Las cariátides (así se llaman esas estatuas que forman parte de un templo vecino al Partenón) están esculpidas con gran precisión y detallismo, y que son una de las creaciones más bellas y enigmáticas del arte griego. También nos informará que cada una mide unos 2,28 metros de altura y que una de ellas fue llevada a Inglaterra a inicios del siglo XIX y que actualmente se exhibe en el Museo Británico.
Aunque a simple vista Las cariátides puedan parecer repeticiones en serie de una misma imagen, en realidad son esculturas independientes. Todas tienen sutiles diferencias en los peinados: una lleva una cola de pez, otras distintas trenzas.
Entre los turistas acalorados que escuchan al guía, un arquitecto uruguayo en bermudas se detendrá en el cuello de las doncellas y detectará el truco de ingeniería que se esconde detrás de sus abultadas cabelleras: esos peinados grandes e intrincados soportan todo el peso del templo, que las damas sobrellevan con una dignidad casi divina.
Todo el peso sobre la cabeza de las damas. ¿Y las piernas?. Foto: ShutterstockAl lado del arquitecto, una argentina aspirante a bailarina no dejará de mirar las piernas de las mujeres. Las de apoyo están rígidas, como el fuste de una columna, mientras que las otras se doblan sutilmente, como dándole vida al mármol.
¿Están bailando, no?, le preguntará al guía. Y el hombre sonreirá en silencio. Luego, contestará como si hubiese hablado con el mismísimo Pericles, el gran orador que 400 años antes de Cristo ordenó la construcción de los templos en la cima de la Acrópolis: “Bueno, los humanos bailamos desde la noche de los tiempos, para invocar fertilidad, lluvias, suerte en la caza o en la batalla, o por el simple placer de movernos”.
Y habrá que creerle, porque bailar cautiva, seduce, estimula la imaginación y hasta logra humanizar las piedras.
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