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      Ética de la solicitud

      El cuidado teje la confianza que hace posible la vida social. Todavía podemos elegir la lentitud, el silencio, la presencia.

      Ética de la solicitudIlustración: Daniel Roldán

      Vivimos o malvivimos, ya sin asombro ni pena, ni tan siquiera angustia o nostalgia, tiempos donde el cuidado, la solicitud, lejos de emerger como valores, declinan y ven opacado su brillo de antes silenciosa pero abruptamente.

      La filósofa española Victoria Camps ya nos había advertido en su maravilloso y conmovedor Tiempo de cuidados (2021) que cuidar es “otra forma de estar en el mundo”, una disposición ética fundamental que constituye la trama misma de lo humano. Sin embargo, habitamos una era post-cuidadosa, donde la solicitud hacia el otro se ha vuelto excepcional, costosa, casi heroica, impensable y, por lo tanto, imposible y hasta indeseable.

      Ahora bien, reivindicar con entusiasmo el cuidado y la solicitud en este contexto que les resulta tan adverso no es reformularlos como si de una simple asistencia técnica se tratara, por sofisticada que esta fuese, ni proponerlos como la escrupulosa y metódica ejecución de un protocolo sanitario, tantas veces repletos de sofisticados diagnósticos e impagables estudios clínicos, pero carentes de alma.

      Por el contrario, cuidado y solicitud son atención sostenida, presencia vulnerable, reconocimiento del alguien cuyo rostro me interpela como fin en sí mismo, como un tú, nunca como un ello, que diría Martin Buber, siempre como don o regalo, jamás como objeto o recurso. Y por eso Camps insiste: cuidar exige tiempo, esa dimensión que nuestra época ultra tecnológica y algorítmica ha fragmentado hasta la disolución más anonadante. Pero hay algo más profundo aún: el cuidado teje la confianza que hace posible la vida social.

      El sociólogo alemán Niklas Luhmann, y hace ya de esto mucho tiempo, nada menos que 57 años, había diagnosticado con lucidez en Confianza (1968) —subtitulado significativamente “Un mecanismo de reducción de la complejidad social”— que esa realidad simbólica simplifica el mundo abrumador de infinitas posibilidades, y que sin ella cada encuentro personal o institucional sería un cálculo paranoico o entre psicópatas con aires de ruleta rusa.

      También el político y ensayista francés Alain Peyrefitte (La sociedad de la confianza, 1995) y Francis Fukuyama (Trust, curiosamente publicado en ese mismo año) coincidieron en señalar que las sociedades prósperas se edifican sobre este capital inmaterial, intangible, que no surge de contratos ni garantías sino, precisamente, del cuidado.

      Así, y en contra de lo que parece a primera vista, no cuidamos porque confiamos en otros, aquellos a quienes prodigamos cuidados, sino que, por el contrario, somos capaces de confiar en los demás solo cuando estamos dispuestos a cuidar de ellos, confiamos porque cuidamos: el cuidar es constitutivo de ese instinto natural primordial y casi primitivo de confiar en el mundo que nos rodea y en los demás que habitan ese mundo como entorno nuestro.

      Y quizá por eso Victoria Camps publicó este año La sociedad de la desconfianza, una aparentemente extraña continuación de Tiempo de cuidados, pero solo aparente, pues la desconfianza generalizada que hoy nos rodea y enmarca —esa toxina social que todo lo corroe y corrompe— es síntoma de que hemos dejado de cuidar y, sobre todo, de cuidar-nos. Y donde no hay cuidado, no hay confianza, y donde no hay confianza, tampoco hay hospitalidad.

      Ante este escenario desafiante, no cabe la ingenuidad, pero tampoco la cobardía, Es cierto que nuestra sociedad conspira sin disimulo ni vergüenza contra la cada vez menos probable ética de la solicitud.

      La transparencia digital elimina la distancia, toda extrañeza necesaria para el encuentro auténtico, al tiempo que la hiperconexión produce aislamiento, y todo ello acontece mientras el tiempo se nos ha vuelto, y sin apenas darnos cuenta, con la velocidad de un rayo que no cesa, pura aceleración rentable y productiva, evacuando la pausa propia de la contemplación.

      La solicitud requiere lentitud, pero la tecnología impone velocidad, aceleración, vértigo. Y el cuidado necesita silencio, pero el ruido digital es ensordecedor.

      Sin embargo, no todo está perdido, y no lo está porque no merece estarlo, y porque debemos hacer todo lo posible para que no lo esté, ni nunca lo esté. Byung-Chul Han, en El espíritu de la esperanza, nos recuerda que la esperanza es más que un mero optimismo ingenuo, que propiamente es la capacidad de imaginar lo radicalmente otro, lo inimaginable, es la posibilidad genuinamente humana de inventar creando para mantener siempre abierto el futuro. Y tal vez sea porque el cuidado y la solicitud declinan, o parecen hacerlo, podamos reconocer su ausencia como una herida que reclama sanación, que demanda una cura, y hasta la reinante desconfianza misma pueda volverse a nuestro favor como el diagnóstico que nos impulse a reconstruir los lazos rotos.

      Todavía podemos elegir la lentitud, el silencio, la presencia. Todavía podemos decidir cuidar, y así volver a confiar, y así practicar nuevamente la hospitalidad. Esa posibilidad, tan frágil como real, tan modesta como luminosa, es nuestra esperanza más cierta. Y la más valiosa también.


      Sobre la firma

      Carlos Alvarez Teijeiro
      Carlos Alvarez Teijeiro

      Profesor de Ética de la comunicación, Universidad Austral

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