Fue la mujer que, a falta de otro interlocutor, hablaba con una pared. Esa ama de casa atrapada en la rutina de una vida aburrida de un hogar obrero de Liverpool, donde los martes se cenaban huevos fritos con papas, y a la que ni el marido ni los hijos le prestaban atención y, mucho menos, escucha.
Hasta que un día acepta la invitación de una vecina para viajar a Grecia y allí redescubre a la Shirley Valentine que alguna vez fue. Primero en el teatro en Londres, después en Broadway y finalmente en el cine, en aquella inolvidable película de 1989, Pauline Collins le prestó su rostro, su cuerpo y su alma a la entrañable y conmovedora Shirley, feminista antes de tiempo, sin saberlo y sin proponérselo.
Con una carrera larga y prolífica sobre las tablas, y en las pantallas grande y chica, elegida por sus compatriotas la mujer más sexy de Inglaterra en los 90, casada y con tres hijos, Pauline no se parecía mucho a Shirley, aunque la entendía profundamente y sabía de muchas, muchas Shirley a su alrededor. Pero ella también andaba con su carga: a los 20 y pocos tuvo una relación con un actor, fruto de la cual nació su primera hija, a quien dio en adopción.
Más de dos décadas después se reencontró con ella y plasmó su historia en un libro, “Cartas a Louise”, dejando en claro que no hay vidas perfectas, sino, apenas, vidas posibles. Ahora que la de Pauline acaba de apagarse, a los 85 años, en una residencia de Londres rodeada de su familia, y víctima de Alzheimer desde hacía unos años, uno se siente tentado a imaginar que, a diferencia de Shirley, Collins nunca necesitó preguntarse para qué tenemos sueños y sentimientos si nunca los usamos. Ella los estrenó temprano, y nunca los abandonó.
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