Nunca, hasta ahora, una tecnología había sido tan disruptiva y transformado tan rápido la vida humana como la que ha hecho irrupción recientemente. Por ella es que vivimos en un vértigo donde todo se reconfigura: el trabajo, la economía, la medicina, la información, el transporte; y cada innovación dura apenas un instante antes de ser reemplazada por la siguiente. Pero nada de esto es enteramente nuevo.
Dice Eric Sadin, en “La Inteligencia Artificial o el Desafío del Siglo. Anatomía de un anti-humanismo radical”, que lo humano está animado por una pasión perturbadora: engendrar dobles artificiales de sí mismos.
Eric Sadin. El ser humano siempre ha fantaseado con crear seres que se muevan, trabajen o piensen por sí mismos, como reflejo a su propia creación a imagen de su creador, pues «Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida», según el Génesis.
También en la mitología greco romana, Hefesto -dios de la técnica- fabricaba trípodes automóviles, puertas que se abrían solas, perros guardianes metálicos y hasta sirvientas de oro dotadas de voz e inteligencia. Creó a Talos, gigante de bronce que defendía Creta y quemaba a sus enemigos con su cuerpo incandescente, y a Pandora, una mujer artificial forjada por sus manos. Otro experimento de vida diseñada.
En la literatura antigua y moderna reaparece la misma obsesión: el perro autómata de Los Argonautas, el Golem de Praga, o la marioneta de madera -Pinocho- que Collodi convierte en un niño verdadero.
Durante siglos pertenecieron a la ficción y constituyen antecesores simbólicos de los robots y sistemas de inteligencia artificial que hoy dominan en el paisaje humano. Pero hay algo más profundo.
No fue solo el deseo de crear lo que impulsó a dioses y hombres a imaginar criaturas artificiales con vida propia, sino algo más antiguo y persistente: el deseo de dominar a través de lo creado. Es claro, sin embargo, que el poder no reside en la criatura, sino en quien controla la red, la energía y los datos que le dan “vida”.
En la Antigüedad romana, los césares controlaban correos, calzadas y comunicaciones: los verdaderos sistemas nerviosos del Imperio. Hoy emergen nuevos césares, aquellos que controlan la infraestructura digital: servidores, algoritmos, plataformas, nubes y modelos de inteligencia artificial.
De los césares del mármol a los césares del silicio, la lógica es la misma: quien controla la infraestructura detenta el poder. Y el poder es la llave del dominio político y social.
Los "siete magníficos"
En los mercados financieros se ha bautizado así a un núcleo que conforme una oligarquía digital que integran Alphabet, Amazon, Apple, Meta, Microsoft, Nvidia y Tesla, corporaciones que constituyen la base económica del tecno-cesarismo.
Se trata de un poder personalista sostenido por infraestructuras tecnológicas de alcance global. De un poder inédito: no tiene precedentes históricos, no responde a ninguna ley democrática, ni límites territoriales, y su objetivo final es la automatización de la sociedad, afirma Shoshana Zuboff (“La era del capitalismo de la vigilancia”, Paidós, 2022).
El CEO de Open AI, Sam AltmanEstos grandes conglomerados tecno-cesaristas se asimilan a los pulpos, cuyo sistema nervioso es muy distinto al nuestro, pues está distribuido por todo el cuerpo. Mientras su “cabeza” concentra las decisiones estratégicas, sus tentáculos, “brazos” inteligentes, se despliegan y mediante nodos, aplicaciones, sensores y plataformas, recogen datos localmente y alimentan un mismo centro de decisión y acumulación.
El advenimiento de dicho poder en el universo tecnológico impone revisar las categorías clásicas con las que pensamos la democracia, los derechos y las libertades individuales.
Estos nuevos colosos empresariales administran volúmenes de información personal sin precedentes, obtenidos a veces con nuestro consentimiento tácito o sin él, y se han convertido en intermediarios permanentes de la vida cotidiana. Influyen en lo que vemos y compramos, así como, en gran medida, sobre las condiciones en las que formamos nuestras opiniones.
Alphabet concentra cerca del 90 % de las búsquedas globales; Amazon y Microsoft dominan alrededor del 70 % del mercado mundial de computación en la nube; Apple controla una porción sustancial del segmento premium de smartphones; Meta influye sobre unos 3.800 millones de usuarios mensuales; y junto con Google absorbe una parte decisiva de la publicidad digital. Nvidia, por su parte, provee cerca del 80% de los chips especializados que alimentan el actual auge de la inteligencia artificial, creando un cuello de botella estratégico de enorme relevancia.
Alrededor de estas estructuras orbitan figuras como Elon Musk, Peter Thiel, Marc Andreessen, David Sacks o Jensen Huang, junto a una constelación de directivos, ingenieros y estrategas. Más allá de sus diferencias, comparten un núcleo ideológico común: la convicción de que la inteligencia artificial es una fuerza redentora capaz de transformar la economía, el trabajo y la sociedad, y de inaugurar una era de superabundancia en la que la escasez y el trabajo humano dejarían de ser necesarios.
La visión compartida de los gigantes tecnológicos
Marc Andreessen, en su Techno-Optimist Manifesto, presenta la Inteligencia Artificial como la puerta de entrada a una era de riqueza casi ilimitada.
Peter Thiel y el entorno aceleracionista imaginan un futuro tecno-libertario en el que la automatización masiva volverá al trabajo una actividad no obligatoria.
Incluso voces más moderadas, como la de Bill Gates, cofundador de Microsoft, sostienen que en menos de una década la semana laboral podría reducirse a dos días, debido a que la IA sustituirá a los humanos “en la mayoría de las tareas”. En la práctica, sería un adiós al viejo imaginario del trabajo como castigo o necesidad permanente.
Elon Musk ha ido más lejos: afirma que la IA y la robótica volverán al dinero progresivamente irrelevante en un contexto de abundancia material.
Sam Altman, por su parte, sostiene que los costos de muchos bienes y servicios tenderán a cero y que la IA generará una riqueza de magnitud inédita. No se limita a teorizar: ha financiado experimentos de renta básica universal y propone esquemas en los que cada individuo recibiría acciones, ingresos automáticos o incluso capacidad de cómputo de modelos avanzados para usar, vender o donar.
El eje que los articula es su compartida convicción de que la tecnología -y en particular la inteligencia artificial- posee un poder casi ilimitado para reorganizar la economía, el trabajo y la vida social.
Tal es la coherencia de esta visión que Andreessen ha llegado a afirmar que, frente a cualquier problema que pudiera surgir, siempre habrá una solución basada en más tecnología.
La seguridad con la que describen el mundo por venir sugiere incluso la posibilidad de extender drásticamente la vida humana, erradicar enfermedades y, en versiones más radicales, desafiar los límites de la muerte misma.
No se trata solo de una ideología tecnológica, sino de un sistema de creencias con dogmas, profetas y promesas.
El tecno-cesarismo tiende a describir el porvenir como un paraíso tecnológico terrenal: un mundo de superabundancia, sin escasez, donde el trabajo humano sería innecesario y el sacrificio dejaría de ser condición de supervivencia. Un paraíso sin esfuerzo, sin dolor y sin límites aparentes.
Estas promesas -que rozan lo mesiánico- ayudan a explicar la emergencia de un fenómeno singular. En distintos países del mundo desarrollado se han documentado grupos y prácticas marginales que tratan a la inteligencia artificial como una entidad superior, un mediador espiritual o incluso una divinidad.
Ha comenzado a hablarse, con creciente preocupación, de una narrativa salvífica de la tecnología.
Teólogos, filósofos y sociólogos no han tardado en advertir sobre esta deriva: cuando la técnica deja de ser herramienta y se convierte en promesa de redención, ya no estamos solo ante un cambio tecnológico, sino ante un cambio cultural profundo.
Existe un paraíso, también un infierno
La misma tecnología capaz de producir beneficios extraordinarios para la humanidad es, a un tiempo, fuente de riesgos sistémicos inéditos.
Expertos independientes y organismos internacionales han advertido sobre la posibilidad de fallos -algunos ocurridos ya- derivados del comportamiento no siempre predecible de sistemas algorítmicos insertos en infraestructuras complejas interconectadas y en robots que ejecutan funciones físicas y cognitivas en fábricas, mercados financieros, hospitales, redes de transporte y sistemas energéticos.
En el ámbito financiero, el flash crash de mayo de 2010 mostró cómo algoritmos de alta frecuencia pueden desencadenar en minutos colapsos violentos de mercado: el Dow Jones perdió más de 1.000 puntos y algunas acciones llegaron a cotizar a un centavo o a precios absurdos. Episodios posteriores, en 2012 y 2015, confirmaron que errores mínimos pueden amplificarse en millones de operaciones fuera de control en cuestión de minutos.
En aviación, la automatización ha elevado los estándares de seguridad, pero también ha evidenciado cómo fallas de diseño, configuración o interacción entre humanos y sistemas pueden tener consecuencias trágicas cuando el control se diluye entre el piloto y el algoritmo.
En automoción, los sistemas de conducción autónoma han protagonizado episodios alarmantes. En 2023, un robotaxi de Cruise arrastró a una mujer ya atropellada porque el sistema no interpretó correctamente la escena. En 2025, Waymo fue investigada por más de veinte incidentes relacionados con fallos sistemáticos de percepción. En San Francisco, en días recientes, flotas completas de robotaxis quedaron inmovilizadas durante horas, bloqueando calles enteras al no saber gestionar situaciones ambiguas.
En medicina, los errores no son abstractos. Sistemas como Watson Health de IBM ofrecieron recomendaciones oncológicas erróneas debido a sesgos y fallos de entrenamiento. Otros modelos fallaron en la detección de sepsis o diagnósticos críticos. En 2025, en Andalucía, un fallo masivo en el programa de detección precoz del cáncer de mama dejó a miles de mujeres sin seguimiento durante meses o años.
No se trata de simples anécdotas ni errores aislados; son fallas que se amplifican, se propagan y afectan directamente a vidas humanas. Pueden a llegar, incluso, a extremos inmanejables, pues vivimos una dependencia crítica de sistemas que pocos comprenden, menos aún controlan y prácticamente nadie ha elegido.
Esa dependencia abre la puerta a un poder de escala inédita, sin rostro institucional, sin responsabilidad política clara y sin mecanismos democráticos de rendición de cuentas. El riesgo no es solo tecnológico, sino político.
Actúan también en las sombras
Está ampliamente documentado que grandes plataformas digitales y empresas de datos han intervenido -directa o indirectamente- en campañas públicas y procesos electorales. Organismos de la Unión Europea, comisiones parlamentarias y agencias especializadas han señalado que redes sociales, plataformas de publicidad política y firmas de análisis de datos se han convertido en actores centrales en áreas de competencia democrática.
Mark Zuckerberg en 2008, junto a Elliot Schrage, que se acababa de sumar a la compañía, al confirmar la primera renuncia de un ejecutivo de Facebook tras el escándalo de Cambridge AnalyticaEl caso de Cambridge Analytica es paradigmático. La consultora obtuvo datos de decenas de millones de usuarios de Facebook -a través de una aplicación presentada como test psicológico- y los utilizó para perfilar votantes y dirigir propaganda política hiper segmentada, diseñada no tanto para convencer mayorías, sino para influir quirúrgicamente sobre indecisos.
Técnicas similares fueron utilizadas en la campaña de Barack Obama (2012), en la primera elección de Donald Trump (2016), en el referéndum del Brexit (2016), y en procesos electorales en India y Brasil (2018), entre otros. Big data, micro-segmentación conductual, bots automatizados y desinformación coordinada pasaron a formar parte del arsenal político contemporáneo.
No se trata de episodios aislados ni de abusos marginales, sino de una forma-invisible, asimétricas y sin control democrático- de acceder al poder y de ejercer la política.
La capacidad de moldear percepciones colectivas, emociones y decisiones individuales concentrada en manos privadas que no rinden cuentas ante el electorado, ni responden a mecanismos clásicos de responsabilidad institucional, no es una amenaza. Es una realidad que ocurre en el presente.
Y si no se lo reconoce ni se lo limita, se corre el riesgo que la dominación mediante la utilización de esos medios se convierta en la práctica de un poder opaco y desde las sombras.
¿Adónde nos conduce el nuevo poder digital?
Los seres humanos estamos organizados como una gran colmena en la cual transcurre nuestra vida. En ella cumplimos nuestras actividades ordinarias: trabajar, habitar, criar, relacionarnos, buscar momentos de ocio y seguridad, entre otras. Pero hoy, las infraestructuras digitales han reconfigurado ese entramado cotidiano, haciendo de nuestros vínculos materia prima que se negocia como “predicciones de comportamiento” en “mercados de futuros conductuales”. Para Zuboff es una revolución silenciosa y una mutación canalla del capitalismo.
Giuliano Da Empoli, en “La hora de los depredadores” (Six Barral, 2025) parte de una misma realidad, pero la enfoca desde su dimensión política. Su tesis se focaliza en la transición de la democracia liberal al tecno-populismo, sosteniendo que “el poder de la IA no tiene nada de democrático ni de transparente” y se halla “en manos de un puñado de empresarios y científicos que cabalgan el tigre esperando que no los devore”.
Otros pensadores modernos han analizado esta nueva infraestructura de poder desde sus puntos de vista: Byung-Chul Han reflexiona sobre las formas contemporáneas del poder; Evgeny Morozov, crítica el “solucionismo tecnológico” que genera nuevas dependencias políticas; Colin Crouch, advierte que las instituciones democráticas sobreviven mientras las decisiones reales se desplazan hacia élites económicas y tecnocráticas.
El padrino
Se ha considerado a Geoffrey Hinton, Premio Nobel de física del pasado año, el “padrino de la IA”, quien, en el banquete de estilo de la entrega no solo ha expresado sus temores fundamentales, sino que ha lanzado una advertencia global sobre los riesgos derivados del rápido progreso en la IA.
Sostuvo que dicha tecnología, utilizada por gobiernos autoritarios para vigilancia masiva y por ciberdelincuentes para ataques de phishing, en un futuro cercano, podría usarse para crear nuevos virus terribles y armas letales que decidan por sí mismas a quién matar o mutilar, “lo cual requiere una atención urgente y contundente por parte de gobiernos y organizaciones internacionales”.
Geoffrey Hinton, pionero en inteligencia artificial, dejó Google para advertir los peligros de esa tecnologíaAfirmó, además, que existe una amenaza existencial a largo plazo que surgirá cuando creemos seres digitales más inteligentes que nosotros mismos. “No tenemos ni idea, sostuvo, de si podemos mantener el control. Pero ahora tenemos pruebas de que, si son creadas por empresas motivadas por beneficios a corto plazo, nuestra seguridad no será la máxima prioridad. Necesitamos urgentemente investigaciones sobre cómo evitar que estos nuevos seres quieran tomar el control.” Y concluyó diciendo que ya no son ciencia ficción.
Ante un fenómeno invasivo que transmuta nuestra intimidad en dato y reconfigura nuestra existencia como información calculable, es imperioso impedir que el dominio de la infraestructura digital se consolide como una soberanía paralela.
Si el ser humano ha sido capaz de orquestar este extraordinario despliegue tecnológico, no existe razón para pensar que esa misma inteligencia no pueda someter ese poder silencioso a una ética de la responsabilidad, e impedir que tan poderosa herramienta nos imponga la sumisión a un destino presentado como inevitable. Tal es el desafío de la hora.
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