¿Conocen el cuento del obispo que vendió su alma a Rusia? Si no, acá va. Disfrazada de historia de espionaje, es una parábola sobre la mezcla de tragedia y comedia macabra que define la guerra de Vladímir Putin en Ucrania.
Nathan Gill es a día de hoy un fiel de la iglesia mormona. La fundó un estadounidense llamado Joseph Smith en 1830 después de que se le apareciera un ángel llamado Moroni. El ángel le entregó un libro de oro en el que una novedosa versión del Dios cristiano prohibía el consumo de alcohol, café, té negro y tabaco, pero permitía la poligamia. Gill, galés de nacimiento, fue obispo de la iglesia durante seis años hasta que se incorporó como diputado al Parlamento Europeo para el partido político británico de extrema derecha Reform UK, dirigido por su amigo y fan de Putin, Nigel Farage. La FSB, el servicio de inteligencia rusa, vio en Gill, un tipo confuso con problemas económicos. Una presa fácil.
Entre 2018 y 2020 un agente ruso le entregaba dinero a Gill a cambio de que leyera discursos ante el parlamento europeo redactados en Moscú. El objetivo era, primero, justificar la invasión de Ucrania que comenzó con la anexión de Crimea en 2014 y, segundo, abonar el terreno para lo que sería la guerra de conquista rusa en febrero de 2022. Los ventrílocuos del FSB tenían un irónico sentido del humor. Le hacían decir cosas a Gill como que el gobierno ucraniano era “represivo” y atentaba contra periodistas, acusaciones que se podrían aplicar con bastante más justicia al régimen ruso.
La aventura de Gill no tuvo un final feliz. Fue detenido por la policía anti terrorista en el aeropuerto de Manchester en septiembre de 2021 rumbo a Moscú. Admitió su culpabilidad ante un juez y la semana pasada fue condenado a diez años y medio de prisión. La policía estima que el agente secreto mormón había recibido unos 50.00 dólares en dinero ruso.
Pese a que la población británica está abrumadoramente en contra de Rusia y a favor de Ucrania, el impacto político ha sido nulo. Es una curiosidad de nuestros tiempos que los partidos políticos parecen ser inmunes a cualquier escándalo. Según las últimas encuestas, Reform UK, es el claro favorito para ganar las próximas elecciones generales británicas.
Da igual que se sospeche que su líder Farage, posible futuro primer ministro, también haya recibido sobornos de los rusos. Se ha expresado mucho más a favor de la invasión rusa en Ucrania que el infeliz Gill, declarando con frecuencia que las provocaciones de Occidente en general, y de la OTAN en particular, no dejaron más remedio a Putin que invadir. El populista inglés se suma así a la larga lista de los idiotas útiles del Kremlin que incluye a miembros de otros partidos de extrema derecha europeos, a académicos varios, a Donald Trump, a su vicepresidente JD Vance y a su enviado especial para negociar el fin de la guerra de Ucrania, Steve Witkoff.
Para ser justos, aunque cueste, se entiende que haya gente que busque lo que considera una explicación racional por la guerra. Lo que pasa es que no es racional pensar que Putin está tan loco como para creerse que tenía que lanzar una guerra preventiva para evitar que la OTAN invadiera territorio ruso. Está loco, pero por otros motivos, más absurdos todavía.
He estado siguiendo la prensa rusa a través de un resumen diario que hace el corresponsal de la BBC en Moscú hace una década, época en la que los periodistas rusos tenían menos miedo a Putin que hoy. Uno de ellos, alerta a lo que se venía, escribió en 2018 lo siguiente: “Lo que me asusta es la incapacidad de nuestros líderes de abandonar los mitos soviéticos sobre la hermandad de los rusos y los ucranianos. Tenemos que enfrentarnos a la verdad. Es gracias a que los actuales líderes rusos se aferran a este mito, por su deseo de hacer todo lo posible para mantener Ucrania dentro de la esfera de influencia rusa, que nos están llevando a una nueva Guerra Fría, a una peligrosa confrontación no solo con Occidente sino con la civilización global moderna.”
Evidentemente el periodista intuía los pensamientos del zar Vladímir. En julio de 2021 Putin escribió un ensayo publicado en el portal del Kremlin en el que dijo todo lo que tenemos que saber sobre la invasión que ordenaría siete meses después. Titulado, “Sobre la unión histórica entre rusos y ucranianos’, el texto dice que se trata no de dos pueblos “sino de uno, entero y singular”; y que “el muro que ha emergido en los años recientes entre Rusia y Ucrania, entre partes de lo que son esencialmente un espacio histórico y espiritual, es en mi opinión una desgracia compartida y una tragedia”. En las 5.000 palabras del ensayo aparece la palabra “OTAN” dos veces, y solo de paso, no como argumento. Más frecuente (seis veces) es el uso de la palabra “Nazi” para definir el régimen del presidente judío de Ucrania, Volodímir Zelenski. La diatriba de Putin termina con lo que solo se puede interpretar como una broma cruel: “Rusia no es ni será nunca ‘anti Ucrania’. Lo que será Ucrania lo decidirán sus propios ciudadanos.”
Los periodistas de la prensa oficial rusa no fallaron en su interpretación de lo que Putin tenía en mente. Uno escribió: “Estamos en la antesala de algo muy grande, quizá algo más que muy grande. Estamos en la antesala de lo que podría ser una enorme convulsión.”
Una pregunta. Si Nathan Gill se merece sus diez años y medio de cárcel, ¿cuántos se merecen los demás idiotas útiles? ¿Qué castigo sería el indicado para Donald Trump y compañía por su complicidad en un trasnochado, absurdo y grotescamente innecesario proyecto imperial, una convulsión trágica que ha provocado el secuestro de 20.000 niños ucranianos, la huida de más de más de siete millones de refugiados y, entre muertos y heridos en ambos bandos, más de un millón de víctimas, con muchísimos más a la vista?
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