Hay decisiones de gobierno que no se explican con tecnicismos ni con excusas administrativas. Son decisiones que revelan una elección peligrosa: privilegiar beneficios de ocasión frente al valor incalculable del mañana. El nuevo intento del presidente Javier Milei por modificar la Ley de Glaciares no es una reforma, ni una actualización, ni una corrección técnica. Es un acto que compromete la soberanía, el acceso al agua, y el futuro mismo de nuestro país. Y es también la renuncia a proteger recursos estratégicos y geopolíticos, condicionando la supervivencia y el desarrollo de la Argentina en las próximas décadas.
La propuesta oficial (que ya consiguió dictamen en el Senado) apunta a restringir la protección de los glaciares y del ambiente periglacial —es decir, de las zonas que rodean y sostienen a los glaciares— únicamente a aquellos casos en los que las provincias acrediten una función hídrica “comprobada” o se demuestre su aporte directo a la recarga de cuencas hidrográficas. En paralelo, se habilita el desarrollo de actividades como la minería y otras industrias en glaciares y áreas periglaciales cuando las jurisdicciones provinciales determinen, bajo criterios que el proyecto no define, que esos ambientes no cumplen con la función hídrica.
Este enfoque elimina del criterio de protección otras funciones esenciales que cumplen los glaciares y el periglacial, como la regulación climática, la estabilidad térmica regional, la protección de la biodiversidad y su valor científico y ecosistémico. Además, reduce el ambiente periglacial a lo visible en la superficie y desconoce su rol como sistema oculto de regulación hídrica: hielo disperso en el subsuelo, capas congeladas y agua retenida en profundidad que actúan como un amortiguador natural del régimen de escorrentía. Es esa reserva la que sostiene ríos y humedales cuando falta la nieve o retroceden los glaciares. Debilitar su protección equivale a vaciar en silencio el tanque que abastece a un país entero: al comienzo no se percibe, pero cuando el agua falta, el daño ya es irreversible.
Lo más grave es que lo hacen en un momento histórico donde el agua es el recurso más amenazado y codiciado del planeta. Un momento en el cual gran parte del territorio argentino vive bajo estrés hídrico permanente, con cuencas que se agotan o se contaminan (como vemos que está ocurriendo con el arsénico en la provincia de Buenos Aires), sequías que se intensifican, y glaciares que retroceden año tras año. Achicar la ley que los protege en este contexto es imprudente, criminal y es contrario al principio de no regresión en materia ambiental contenido en el Acuerdo de Escazú, que fue ratificado por nuestro país en 2021.
Nada hay más absurdo que un país que ataca sus fuentes de agua en pleno siglo XXI. Nada más torpe que un gobierno que confunde desarrollo con depredación y libertad con vaciamiento. Con la pretendida modificación, el gobierno busca borrar de un plumazo parte de una ley que costó años de lucha, que resistió presiones de las corporaciones, que sobrevivió al veto presidencial de Cristina Fernández de Kirchner y que fue ratificada una y otra vez por la Corte Suprema.
Se pretende desproteger lo que protege, habilitar lo que prohíbe y silenciar lo que la ciencia grita: que los glaciares -y el ambiente periglacial que los rodea- no son una postal turística ni un dato geográfico perdido entre montañas. Son el corazón de un sistema hídrico que sostiene la vida en vastas regiones del país. Son fábricas y reservas de agua dulce, reguladores naturales del flujo de los ríos, guardianes silenciosos de la biodiversidad y centinelas frente al avance del cambio climático. Tocar esa arquitectura es comprometer la provisión de agua para las economías regionales y la vida cotidiana de millones de argentinos.
La Ley de Glaciares no nació para obstaculizar el desarrollo productivo ni para atacar la actividad minera, y la propia Corte Suprema —al revisar y confirmar su constitucionalidad— concluyó que no estaba probado que la norma implicara un perjuicio económico o un freno a la inversión. Lejos de esas intenciones, la ley establece un piso de protección hídrica que garantiza condiciones mínimas para cualquier modelo de crecimiento sostenible: sin agua no hay agricultura, no hay energía, no hay minería viable en el largo plazo. El agua contaminada no reconoce límites provinciales.
Esto no es una discusión meramente técnica: es un debate de valores acerca del país que aspiramos construir y del cuidado de nuestros recursos estratégicos frente a intereses que no siempre coinciden con los de la Nación. Si bien el Gobierno insiste en que quiere “seguridad jurídica”, lo que en realidad intenta imponer es otra cosa: luz verde para la impunidad extractiva en áreas de alto valor ambiental, ecosistémico y económico. Un mapa liberado para que pocas empresas mineras avancen sobre zonas que hoy están justificadamente restringidas. Una ley recortada con tecnicismos para convertir el periglacial en zona de sacrificio.
La Coalición Cívica, el partido que hoy presido a nivel nacional, no nació para aplaudir a los poderosos de turno ni para avalar que se negocie con el patrimonio común. Nació para advertir y para defender aquello que parece invisible hasta que se pierde para siempre. Fuimos coherentes en 2003, cuando Elisa Carrió dijo que venían por el agua y la tierra. Lo fuimos cuando votamos la ley en 2010 y cuando resistimos intentos anteriores de modificarla. Y vamos a ser coherentes ahora.
Queremos desarrollo de largo plazo, no espejismos de coyuntura. La Argentina necesita inversión, empleo, exportaciones y minería con estándares del siglo XXI. Pero toda actividad, para ser viable, requiere algo más que permisos administrativos: necesita licencia social, que se construye con agua limpia, con transparencia, garantías ambientales y participación de todos los sectores de la sociedad. La Ley de Glaciares es una brújula: ordena, prioriza y protege la base hídrica que sostiene la producción en todo el país. Solo con reglas claras, con reservas estables y con ríos vivos podemos hablar de minería responsable, de agro sostenible, de industria que exporta, de energía que abastece. El agua es el capital natural más valioso de la Argentina. Defenderlo no es oponerse al progreso: es hacerlo posible.
Creemos que no hay libertad posible sin agua. Este momento nos exige claridad y nitidez; por eso sostenemos que esta modificación es regresiva, peligrosa, contraria al interés nacional y a la agenda de los argentinos. No es una política pública: es un retroceso y un riesgo estratégico que debemos evitar con responsabilidad y contundencia. Con el agua no se negocia. En tiempos de ruido, furia y barro, sostener esta posición no es un gesto político: es un deber histórico.
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