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      Y vos, ¿cómo te llamás?

      Tener en las manos el destino de un ser al elegir su nombre puede ser demasiada presión. Un repaso por la magia, la religión y la historia.

      Y vos, ¿cómo te llamás?Dicen que todo nombre es político. ¿Será cierto?

      De acuerdo con la magia y la religión, todo se cifra en el nombre. Para quienes creen que existe otro mundo en el que está escrito nuestro destino, la cadena de letras que nos designa es determinante. De ahí que numerólogos y cartománticos utilicen los nombres de sus consultantes para escrutar su futuro. Demasiada presión para los padres, ¿no? Y decepcionante para cualquiera que crea en los lemas millennials que aseguran que “no hay nada que no puedas lograr”. Si el nombre condiciona, por supuesto, siempre se puede cambiar. Y eso hacían los antiguos ocultistas, que escogían un nombre secreto al ser iniciados.

      De ese pensamiento mágico también se deriva la antigua tradición de bautizar a los bebés siguiendo el santoral cristiano, lo cual le evitaba a los padres la responsabilidad onomástica (y sucumbir al exceso de opciones) además de colocar al niño o la niña bajo la tutela de un ser divino. En el otro extremo del arco político, los anarquistas verdaderos (me refiero al movimiento de principios del siglo XX que consideraba que la propiedad era un robo), también manifestaban su pensamiento radical en los nombres que les ponían a sus hijos. Christian Ferrer escribió un ensayo tan divertido como revelador sobre este tema. Se llama “Así no hay matrimonio que aguante” y pasa revista a la onomástica anarquista, a la vez que imagina emparejamientos destinales a la altura de elecciones como Perseguido, Libertad, Lucifer y Odio.

      Nombrar es dar a luz y eso implica un poder sobre la criatura nombrada. En el principio siempre fue la palabra, aunque el mundo, mágicamente la precediera. Dios dice para crear y, una vez que el mundo le satisface, le deja a Adán la tediosa tarea de encadenar animales y plantas a una serie arbitraria de letras. Cuando llega Eva, claro, no queda ni una criatura sobre la Tierra a la que ella pueda bautizar. Ni siquiera puede elegir su propio nombre: se lo da Adán, una vez que son expulsados del Paraíso.

      Tener en las manos el destino de un ser al elegir su nombre puede ser demasiada presión, algo que no parece haber perturbado la pulsión nomencladora de ningún naturalista. Si alguien tenía la ilusión de que la biología seguía un sistema descriptivo para sus designaciones, basta leer otro ensayo fascinante de Ferrer -“No en mi nombre”- que demuestra que, incluso en el terreno pretendidamente aséptico de la ciencia, todo nombre es político. Cientos de seres vivos tienen que cargar con designaciones caprichosas, según el humor, el carácter o el lobby de pertenencia del descubridor de turno. Cuenta Ferrer que “el patrioterismo norteamericano consiguió que casi todos sus presidentes tengan algún animalillo”, incluso Truman, responsable del lanzamiento de dos bombas atómicas, al que le tocó una avispa. A Donald Trump, en homenaje a su peinado, le dieron una polilla, la Neopalpa donaltrumpis. Y en Argentina también hay ilustres inmortalizados en bichos: hay una lombriz solitaria ofrendada a San Martín (Aberrapex sanmartiní), un papaíto piernas largas al Che (Acrogonyleptes cheguevaraí) y un escarabajo al Papa Francisco (Microdipnus papafranciscí).


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      Betina González
      Betina González

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