Una discusión recurrente en el agro, pero que hoy podría aplicarse por igual a la minería, la energía o cualquier actividad primaria: ¿Tiene sentido exportar commodities o hay que “agregar valor” incentivando la industrialización?
Históricamente, la respuesta se buscó en las llamadas Políticas de Estado: subsidios, incentivos fiscales, impuestos a la exportación, regulaciones, controles de precios o de tipo de cambio. Distintas escuelas, mismas herramientas coercitivas.
La respuesta no está en un ministerio ni en una élite intelectual. Los sistemas colectivistas ya demostraron no ser la solución.
La respuesta está en los precios de intercambio. Economistas como Mises, Hayek o Schumpeter lo explicaron, pero quizás quien mejor lo hizo fue Leonard Read en su ensayo I, Pencil: ningún bien —ni siquiera un simple lápiz— puede ser diseñado centralmente. Su producción surge de miles de decisiones descentralizadas, coordinadas por señales de precios.
Pensemos en una caja de fideos o de galletitas: semillas, fertilizantes, maquinaria agrícola, insumos para producir trigo; capital, energía, agua, envases, papel, tintas, maquinaria industrial, transporte, rutas, depósitos, financiamiento, logística, mano de obra, conocimiento, desarrollo de mercados y cadenas de valor globales.
A eso se suman los servicios del Estado… y también el costo de su parasitismo vía impuestos y regulaciones. Cada componente tiene un precio. Y ese precio comunica información clave: dónde somos eficientes y dónde no.
Cuando el mercado indica que somos competitivos produciendo trigo, pero no vendiendo fideos al mundo, forzar la industrialización no agrega valor: traslada costos, subsidia ineficiencias y distorsiona señales.
Si realmente queremos más valor agregado, el camino es otro: mejorar competitividad en toda la cadena —procesos, logística, infraestructura, financiamiento— y reducir el peso del Estado que hoy carga de piedras todas las mochilas.
El crecimiento de la industria del conocimiento, especialmente el software, es un buen ejemplo: valor agregado sin planificación central, con actores que encontraron en el mundo dónde competir. El Estado llegó después, adaptándose. La posibilidad de “votar con los pies” limitó la coerción. Lo mismo vale para la mano de obra.
El libre juego del mercado y la comunicación de precios no son una ideología.
Son el único mecanismo probado para coordinar complejidad y generar valor genuino y sostenible.
Más libertad económica. Menos diseño centralizado. Más agro competitivo, integrado al mundo.
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