Ser inteligente, perseverante y con una idea genial a veces no alcanza para llegar al éxito si se carece del don de la oportunidad. La triste historia de Augustin Mouchot, el hombre que inventó la primera máquina de energía solar, así lo atestigua. Nuestro antihéroe nació hace 200 años en un pueblo de la Borgoña, Francia. Hijo de un cerrajero, fue un niño enfermizo, miope, de estómago flojo, que varias veces estuvo cerca de la muerte. Cuando se iba a dormir, se ponía un cartelito: “Aunque no lo parezca, no estoy muerto”.
No tenía pasta para trabajar el metal de las cerraduras y llaves, por lo que su padre lo puso a ordenar las piezas chicas del taller. Y vio que el chico era hábil con la motricidad fina. Se daba maña. Armaba y desarmaba combinaciones de cajas fuertes muy rápido.
Su madre lo mandó a estudiar y se recibió de maestro de Letras. Le surgió un puesto de maestro en Matemáticas en otro pueblo y hacia allá fue. Alquiló la casa de un ex militar que tenía una biblioteca llena de libros de ciencia. Y en la convalecencia de una sus frecuentes enfermedades intestinales, se puso a leer libros sobre energía solar y todos los artilugios que ya se habían inventado en la materia.
Augustin Mouchot.Le gustó mucho una olla solar que usaba un alpinista. Y a partir de ahí empezó su obsesión por desarrollar una usina de energía solar que pudiera reemplazar al carbón, savia del desarrollo industrial del siglo XIX, que en Francia era escaso y caro.
En 1866, después de seis años de trabajo, logró un prototipo. El principio era simple. Los rayos del sol se concentraban mediante un conjunto de espejos parabólicos en una caldera que contenía agua. El agua hervía y el vapor resultante se utilizaba para accionar un motor. Sólo quedaba presentarlo al mundo. Pero el problema es que en Francia el clima no ayuda y las demostraciones a veces fracasaban por el cielo nublado o la lluvia. Le pasó la vez que quiso exhibir su máquina ante Napoleón III.

Los tropiezos no desalentaron a Mouchot ni a un general que se había entusiasmado con el uso militar del aparato, pero el emperador cayó y debió exiliarse antes de que al inventor le dieran una segunda oportunidad.
Mouchot emigró a Argelia, donde el cielo africano es una garantía, y arañó la gloria en la Exposición Universal de París de 1878, cuando gracias a un socio marketinero y a la alianza con otro inventor logró fabricar hielo a partir de los rayos del sol. Lo llamaron el Nuevo Prometeo y le dieron la medalla de oro.
Pero, lamentablemente, ningún inversor se interesó por aquella tecnología. ¿Por qué? Porque en Francia bajó el precio del carbón por un acuerdo de libre comercio con Gran Bretaña, luego apareció el petróleo, luego el gas… y así hasta nuestros días.
Sus socios le birlaron parte del negocio, vendió la patente de la usina y, ya viejo y cansado, Mouchot terminó casado con una mujer que no lo amaba. Murió pobre en París en 1912. Como cuenta Miguel Bonnefoy en su hermoso libro “El inventor”, de donde hemos tomado esta historia, hoy nada evoca en Francia la memoria de Mouchot, el hombre sin el don de la oportunidad.
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Secretario de Redacción. Editor Jefe de la revista Viva. hconvertini@clarin.com
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