No era un número. Era un sueño que se repetía cada diciembre y tomaba la forma de un billete de lotería: 9810. O como se lo mentaba en casa: nueve mil / ocho / diez. Así, separadito en tres. Papá y tío Morocho lo compraban a medias y toda la familia rogaba que ese año por fin se diera. Ganar el Gordo de Navidad era sacar un ticket dorado a una vida de fantasía.
No nos faltaba nada, es cierto, teníamos casa, trabajo, comida y vacaciones en la Costa, pero no se trataba de salir de pobres sino de asegurar el futuro para siempre y de atrevernos a los deseos más brillantes e improbables. Un chalecito en Mar del Plata. Un viaje en avión. El Torino Comahue. Mudarnos, quizá, pero no estoy seguro. A mamá y a mi tía no las sacaban de Pompeya ni con la Guardia de Infantería.
En los años sesenta, el Gordo de Navidad era una institución. Las cifras del premio, con su batallón de ceros a la derecha, hacían volar las ilusiones de los argentinos. Los medios anunciaban el sorteo como si fuera la final de un campeonato y luego salían a rastrear a los agencieros que habían vendido el billete ganador y, sobre todo, al que lo había comprado. Eran tiempos más ingenuos, por lo que no resultaba extraño que los afortunados posaran sonrientes ante las cámaras y contaran sus planes para disfrutar el platal que les había caído del cielo.
Afiche del filme La guita (1970). Con Norman Briski.En una de las cuatro viñetas de la película La guita, de 1970, Norman Briski interpretaba a un niño cantor ya pasado en años que ansiaba cantar el Gordo de Navidad, porque era tradición que el ganador le dejara una buena propina al que hubiera anunciado su número. Es decir, el sueño del billete premiado podía derramar su miel incluso hacia los partícipes secundarios.
Nueve mil / ocho / diez, entonces. Había que localizar qué agencia vendía el billete, reservarlo, comprarlo (costaba sus buenos mangos) y manejar la ansiedad. El día del sorteo era de corazón en la boca y pulso afiebrado por querer gastar lo que todavía no se había ganado. La ceremonia siempre terminaba sin que el nueve mil / ocho / diez figurara ni siquiera en los premios de retaguardia. Cada tanto un consuelo (“sacamos terminación”) y no mucho más. Pero al año siguiente se renovaba la compra del mismo billete con la esperanza de que, por pura persistencia, la suerte nos habría de acompañar.
No sé cuándo ni por qué papá y el tío Morocho dejaron de comprar el nueve mil / ocho / diez. Quizás el rito anual se les reveló, de golpe, como algo inútil. ¿Habrán perdido la fe en el número? ¿O en el Gordo de Navidad? Lo cierto es que aquellos sorteos de la Lotería Nacional fueron decayendo en popularidad y quedaron definitivamente opacados por juegos nuevos, como el Quini 6 (1986) o el Loto (1990).
La memoria es caprichosa. Habré de olvidarme mañana mismo el nombre de la película que vi el fin de semana, y eso que me gustó bastante, pero el nueve mil / ocho / diez seguirá viniendo a mí cada diciembre como el eco de un sueño que nunca se cumplió, pero que nos hizo felices mientras pudimos imaginarlo.
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Secretario de Redacción. Editor Jefe de la revista Viva. hconvertini@clarin.com
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